La Iglesia es la esposa, Cristo es el Esposo. La esposa es bella porque su Esposo es la Belleza, “el más hermoso de los hombres” (Salmo 45). Y entre ellos se da ese amor de los amores que canta el Cantar de los Cantares. Cristo, el Esposo, es la Belleza que salva al mundo (“El mundo se salvará por la belleza y la Belleza es Cristo” Dostoievski).
Dice el Papa
Francisco que “la santidad es el rostro más bello de la Iglesia” (Gaudete
Exultate 8). El rostro más bello de la esposa son los mártires y los santos. “A
través de muchos de ellos se construye la verdadera historia” (GE 8). La
Iglesia se embellece cuando es perseguida, con el testimonio de tantos mártires
en la historia y con la humildad, la obediencia y la caridad de tantos santos a
lo largo de la historia. La iglesia se embellece cuando refleja el Santo Rostro
de Cristo, su Esposo.
María es el rostro
aún más bello de la Iglesia, la pequeña María, la que con su “Sí” concibió al
Hijo de Dios en su seno virginal. La belleza de María, la más bella de entre
todas las mujeres. María la catecúmena que concibió por el oído al aceptar en
su corazón el Anuncio del Ángel.
¿Y si la historia no
la llevaran los políticos, los militares, los reyes o los banqueros, sino que
la guiaran los santos? Los santos desde su humildad son los que de verdad
conducen la historia de la Iglesia. La Iglesia necesita de los santos, de la
manifestación en sus vidas concretas, cotidianas y encarnadas en cada tiempo y
lugar del Rostro de Cristo. Los santos son el Evangelio hecho vida hoy y aquí.
El Evangelio se hace carne en la vida de los santos. En los santos, que no son
héroes ni superhombres, que son débiles y pecadores como nosotros, porque
también nosotros hemos sido llamados a la santidad
La vida de los
santos es bella, porque son reflejo del Rostro de Cristo, la única Belleza. La
vida de los santos es bella porque Dios ha entrado en la historia, entra en la
historia cada día, actúa con fuerte brazo en la vida de los hombres y mujeres
que le acogen libremente. Que le acogen libremente como María.
Cristo sigue
ocupando el último lugar aquí abajo en la tierra. ¿Dónde ocupa hoy Cristo el
último lugar? En la vida de los santos. En la vida de los pobres, humildes y
perseguidos por las fuerzas y espíritus malignos de este mundo tenebroso.
En la Parusía Cristo
vendrá acompañado de todos sus santos. Más a lo largo de toda la historia de la
Iglesia ya se hace presente Cristo en la vida de cada santo. La santidad
siempre es un don gratuito tanto para la persona y la vida del santo como para
el momento de la historia en que vive. Don que hace decir a todo santo: “es
Cristo quien vive en mí”. Ser uno con Cristo.
Los santos son la
levadura que fermenta la historia. Viven en medio del mundo, no son del mundo,
pero viven en medio del mundo. Conviven con el mundo como conviven las dos
ciudades de San Agustín: la de los “aman a Dios hasta el desprecio de sí
mismos” y la de los que “se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios”.
Los santos son la
manifestación de Dios en cada época de la historia de la Iglesia. Dios no nos
deja nunca solos: “en la noche más oscura surgen los más grandes profetas y los
santos” (Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein). El Espíritu Santo
sigue actuando en la Iglesia. Cristo, el Esposo, no deja nunca sola a su
esposa. “Cada santo es una misión; es un proyecto del Padre para reflejar y
encarnar, en un momento determinado de
la historia, un aspecto del Evangelio” (GE 19). “Cada santo es un mensaje que
el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo” (GE
21).
¿Qué es ser santo?
“Ser lo que Él quiere que seamos” (Santa Teresa de Lisieux). Pero sin dejar de
ser uno mismo, con nuestras limitaciones y debilidades, con nuestra propia
pequeñez e idiosincrasia. Solo en la santidad “llegarás a ser lo que el Padre
pensó cuanto te creó y serás fiel a tu propio ser” (GE 32). Y serás feliz.
Porque en la “vida sólo existe una tristeza, la de no ser santo” (León Bloy).
El santo no es el
perfecto, sino el que ve al otro con los ojos de Cristo, el que acerca a Cristo
a los que sufren porque no le conocen, como Madre Teresa que llevó a Cristo a
los pobres y enfermos de esta
generación. Porque Cristo necesita de nosotros para acercarse a los pobres y a
los que sufren a nuestro alrededor. “Esposa
mía, mi pequeñita. Ven, ven, llévame a los agujeros de los pobres. Ven, sé Mi
luz”, le dijo Jesús a Madre Teresa.
La santidad está en
la humildad. Y para ser humilde hay que ser humillado. “Si tú no eres capaz de
soportar y ofrecer algunas humillaciones, no eres humilde y no estás en el
camino de la santidad” (GE 118). Precisamente cuando llega la persecución, y
siempre llega, en la humillación, es cuando más se embellece el rostro de la
Esposa, porque es cuando más se asemeja a Jesucristo, el Esposo.
La santidad también
está en la alegría de la esposa que se sabe amada infinitamente por el Esposo, sin
límite, totalmente, hasta el punto de dar la vida por ella. Y esa alegría no se
la podrá quitar nunca el mundo. Por eso dice el Papa Francisco que “el mal
humor no es un signo de santidad” (GE 126). La alegría es propia de un corazón
agradecido, de un corazón agradecido y enamorado.
Imagen de Rupnik
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