Hay una belleza manifiesta en toda la creación. Es la belleza
del Padre. Es la primera belleza. Está manifiesta a nuestros ojos y nuestra
razón; tanto, que casi hay que hacer un esfuerzo para no contemplarla. Es
manifiesta a todos los que tienen los ojos limpios, y por lo tanto un corazón
limpio, con una razón libre de prejuicios. Hasta el punto que es más evidente
para los niños y los sencillos. Los ricos, los poderosos, los avariciosos y
lujuriosos, todos aquellos que tienen los ojos sucios no pueden contemplarla,
ni siquiera quieren.
Hay otra segunda belleza, más grande aún que la primera, más
grande que el universo y toda la creación.
Es la belleza del santo rostro del Hijo, humillado, ensangrentado,
maltratado y torturado por amor a nosotros sus enemigos. Es la Belleza que
salva al mundo. La Belleza de Cristo, infinitamente más bella que toda la
creación.
Hay por último una tercera belleza, invisible, pequeña, que pasa
desapercibida. Es la belleza del Espíritu Santo. Sin esta belleza resulta
difícil, aunque no imposible, contemplar la primera belleza. Pero sin tener esta
belleza derramada en nuestros corazones, nos será totalmente imposible
contemplar la segunda belleza, la del Santo Rostro de Cristo.
Imagen pintura de Imán Maleki
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