Familia Vida y Libertad

Mirar a través de unos ojos sucios sólo produce una sucia visión de la vida, de la historia y de la creación. Mirar a través de unos sucios ojos sólo nos muestra sucios a los demás. Pero ¿por qué se tienen los ojos sucios? Los ojos no son sucios ni limpios, son ojos, son ventanas al exterior, y Dios los creó limpios. Lo que está sucio es el corazón del hombre, que interpreta suciamente lo que ve, que busca solo lo sucio ante sus ojos, que ensucia su mirada. Y un corazón sucio es un corazón corrompido, un corazón muerto. Pidamos al Dios creador del universo con la oración del salmista: “Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme” (Salmo 50, 12).

Dios nos podría haber creado asexuados, de modo que incluso pudiéramos reproducirnos de otro modo distinto al sexo. Pero Dios ha querido la sexualidad, y no sólo para la reproducción de la especie, sino también para el enamoramiento del hombre y la mujer, para la atracción del uno por el otro, para el amor. De ahí el sentido esponsal del cuerpo del hombre y de la mujer (Juan Pablo II, Teología del cuerpo).

El deseo sexual no deja de ser un modo de desear. Pero, ¿de desear qué? No es el placer sexual el fin último del deseo. En el fondo no deseamos un objeto de placer. No es que deseemos las estrellas inalcanzables (desiderum a sidera). Lo que deseamos en el fondo es una persona, una relación con una persona. Pero no con cualquier persona, sino con “esa persona en concreto”. Puede decirse que nuestro deseo va más allá del simple placer, del simple goce, que busca la felicidad.

“Puede que podamos imaginar la invención de la píldora sin la revolución sexual que vino a continuación, pero imaginar la revolución sexual sin la píldora ni otros anticonceptivos modernos, es sencillamente imposible” (Mary Ebesrtadt “Adán y Eva después de la píldora”. Ediciones cristiandad. Madrid 2014.pág. 14).