Desde el principio (Génesis), el ser humano ha sido plasmado por las manos de Dios (San Ireneo) como varón y mujer, no sólo como varón ni sólo como mujer, ni tampoco como varón y varón o como mujer y mujer, ni como varón y mujeres ni como mujer y varones.  Sólo, como varón y mujer. La creación del hombre ha sido como  varón y mujer. Este es el sentido esponsal del cuerpo humano (Juan Pablo II). Dios creó el hombre a su imagen y semejanza: varón y mujer lo creó.

“En el mundo de la resurrección, existirá el hombre en su ser masculino y femenino: habrá hombres y mujeres” (Cardenal Carlo Caffarra).

Así diseñó Dios la sexualidad desde el principio de la creación cuando nos creó hombre y mujer a su imagen y semejanza: con un sentido unitivo y con un sentido procreativo, que no nos es lícito separar.  Por eso todo acto sexual  ha de realizarse dentro del matrimonio y abierto a la transmisión de la vida.  Con un sentido unitivo: acto sexual entre un hombre y una mujer que como se aman quieren unirse en matrimonio monógamo de por vida.

La belleza de la unión y la procreación de la unión sexual de un hombre y una mujer dentro del matrimonio es la mayor belleza de este universo. La belleza del matrimonio y de la familia revelada es la belleza de la creación frente a la mentira fundamental que atraviesa la historia.
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